
Hoy, yo le dije que le amaba sin ser cierto. Vanamente trataba de convencerlo, y convencerme, de que estábamos hechos el uno para el otro. Me empeñaba en exhibir complicidades que hace tiempo yacían muertas en los huertos del olvido, y a su alrededor ya florecían otras esperanzas.
El, por su parte, quería creer que la necesitaba, quería quererla, se sentía un buen ser humano a su lado. Se sentía diferente, se sentía mejor, pretendía ser otro. Pero para estar a su lado precisaba anestesiarse diariamente… Y se hizo diferente, se hizo mejor, se hizo otro. Lo único que conservaba, o creía conservar, era amarla. Fue lo que aprendió. Mutó a otra especie que sólo tenía en común el infinito amor hacia ella.
Ella, gustaba de él cuando era él, o al menos el él que ella recordó haber conocido en el semáforo que le había gritado: “¡Hija de puta!”. Al que ella había respondido cuanto improperio salió por esa boca. Y en aquella ocasión, la ira fue tan primitiva que estacionaron a insultarse, y por cosas de dioses o demonios, cada uno se miró en los ojos del otro, fusionándose, mezclando el amor con el sexo de dos seres explosivos, de dos fieras, dos animales, necesitados de amar y sentirse amados.
Hoy quisieron volver a aquel día, en aquel semáforo, a la ira primitiva, a aquel cuarto de hotel, al rayito de luz, a la cabina del elevador, al sexo desenfrenado, a las marcas en la piel, a las noches sin final…
Sí, ella intentaba convencerse de que se necesitaban. El ya no se conocía a sí mismo, igual quería dejarse convencer por ella…
Aún cuando el gesto era de alejarse, él extendió su mano como queriendo asirla, no alcanzó a rozar su piel. Ella con lágrimas en los ojos, veía achicarse la figura de aquel sintiendo como debe sentirse cuando una daga penetra tu corazón.
Quizás en otra vida, en otra piel, en otro sexo…
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