Elevator Crush

Al fin me habló. Después de un interminable juego de miradas, cerca de 195 “buenos días” y al menos la mitad de “buenas tardes”…. Mis manos sudaban. Mi cara enrojecía, no sé, creo que sentí algo parecido a las náuseas, no lo puedo explicar.
Me temblaban las rodillas y los brazos, así que por esta vez, dentro de la cabina del elevador, pone que caben 26 personas, el espacio se hacía cada vez más angosto. No me quedó más remedio que levantar la mirada… Utilicé mi mejor recurso: mi sonrisa.
En verdad, lo que me dijo al inicio, no lo sé, solo escuché un murmullo. Sentí que era un diálogo entre una ciega (yo) y un sordo (él), yo no veía las señas que me hacía, él no escuchaba lo que yo trataba de decirle… No exagero. Creo que mis ojos se inundaron de agua salada, como colirio, y recuperé mi sentido de la vista… Creo que la ascensión destapó sus oídos y al fin escuché algo de lo que decía… No me preguntó mi nombre. No me preguntó la hora. No me habló del clima. No me dijo que las Águilas perdieron anoche… Me preguntó si creía en coincidencias o en el destino. Creo que respondí con una estúpida sonrisa, tratando en vano de recrear en mi mente si me había peinado, si no tendría algo extraño en los dientes… ¿Este color me queda bien? ¿No podría sudar menos? ¿Qué le pasa a esta cosa en mi pecho, acaso piensa salirse?
Bueno, que volvimos a las coincidencias, destino, y demás… Respondí que no, pero que a qué venía esta pregunta. En mi mente me escuchaba a mí misma llamándome tonta y preguntándome por qué no pude articular una respuesta inteligente… Sólo me salieron sonrisas nerviosas…
Pues lo que vino después, fue un cuestionamiento de su parte sobre qué pensaba yo de que nos estuviéramos encontrando en el elevador de la torre y luego en el que lleva al parqueo, y que si no me parecía raro que tuviéramos horarios coordinados de entrada, almuerzo y salida… Aún perpleja, al fin pude contestar algo, le dije que quizás me aceptara una invitación a almorzar. Entonces el que rió fue él y con esto volvió un poco de mi extraviada confianza, y vale decir que empecé a respirar otra vez.
Supo mi nombre, pues llevaba en mi lado izquierdo mi identificación del trabajo. No tenía que preguntarlo, pero pregunté: “¿En qué piso trabajas? Se limitó a sonreír y con una mirada de esas que ya sabes cuando te han pillado, respondió: 26. Lo que siguió, antes de llegar a mi piso, no lo puedo entender mucho, nos dijimos un par de boberías. Más risas. Nunca el trayecto hasta el piso 23 había sido tan largo para mí… No sé si me besó. Si lo besé. No recuerdo haberle dado mi número, ni que me diera el suyo… No sé hasta dónde llegó la pasión.
En verdad, todavía no preciso si fue un sueño o fue real. Lo que aún recuerdo es que al fin escuché el aviso de que llegamos al piso 23. Avancé unos pasos y sin llegar a voltear totalmente balbuceé: Tenga buenos días.