Missing Mode

A la salida del trabajo, en mi mágica tarde de principios de enero, salí feliz de mi encumbrado espacio. Me sumergí en las entrañas de aquella torre enorme en busca de aquel artefacto que nos ofrece la libertad de movilidad. Al llegar a la superficie, buscaba ver luz, buscaba paz, intenté respirar. Todo era de un pálido amarillo grisáceo, con chispas intermitentes que no llegan a ser lluvia, pero que igual molestan.

Aún así, con todas mis fuerzas quise respirar y eché a andar buscando mi destino. Bajé el cristal que me separa de la humanidad, pero solo absorbía el olor del escape de los carros que iban delante. Mis ojos, llenos del mar y de deseos, querían mirar otros paisajes, querían estar en otro lugar…

Miraba hacia el cielo y al instante mi mirada rebotaba contra un pavimento que sonreía tristemente porque nadie podía avanzar. En la radio escuchaba una cháchara frenética e interminable. Mi cuerpo ansiaba el descanso, llegar a aquel lecho vacío en el que esperan por ser escritos un millar de historias; a aquellas cuatro paredes simbólicas que abarcan toda mi felicidad y donde un perro pequeño me mueve la cola amablemente a manera de sonrisa.

Las sombras se apoderaban del cielo y de mis ojos, más bien de mi vida. En mi mente tejía una de esas historias, que sin hilos dibujan acciones pasadas, plasmando voces y rostros. Tejía una historia de amor entre mi soledad y un poeta. Me enredé tanto en ella que sin notar que atasco avanzaba quedé allí dormida sin saber por cuánto tiempo… Pero un duende y un ángel me sacaron de aquel sueño, y mi pecho se hinchó de emoción escuchando aquella voz, y me decía a mí misma que al menos, alguien me recordaba allá, a siete mil kilómetros de distancia.

Foto: As Julliet, por Michelle Brea